“En Lima, los problemas de diseño vial y gestión del tránsito son generalizados y a menudo sutiles o técnicos”.
Ha dejado de ser novedad el que Lima figure entre las ciudades con mayor congestión vehicular del mundo. Como limeños, eso nunca nos sorprendió, pues es evidente. No obstante, cuando uno trata de entender el porqué, lo que encuentra es paradójico.
Un reporte reciente de la Asociación Automotriz del Perú indica que en Lima Metropolitana hay aproximadamente 2,1 millones de vehículos, incluyendo alrededor de 350 mil camiones y autobuses, mientras que el resto son autos, camionetas y motocicletas. En enero de 1966, un artículo publicado en El Comercio ya indicaba que Lima estaba congestionada con 165.000 vehículos. En ese momento, con una población de apenas 2,3 millones, la tasa de motorización en Lima era de 73 vehículos por cada mil habitantes. Hoy, esa tasa ha aumentado a 216 vehículos por cada mil habitantes. Comparativamente, Bogotá tiene 276 vehículos por mil habitantes y Buenos Aires 496. En EE.UU., Washington tiene una tasa de 627 y Chicago 725 vehículos por mil habitantes y, aunque el tráfico en ellas no es totalmente fluido, no se llegan a ver los niveles de congestión y caos que tenemos en nuestra capital. ¿Cómo se explica esto? Simplemente, el problema de la congestión en Lima no se debe a la cantidad de vehículos, sino a un diseño vial deficiente, una gestión del tránsito ineficaz y la falta histórica de planificación urbana.
En Lima, los problemas de diseño vial y gestión del tránsito son generalizados y a menudo sutiles o técnicos, lo que dificulta que el ciudadano común los perciba. Desde carriles que se cierran sin la distancia mínima requerida y vías e intersecciones que no están diseñadas de acuerdo con las normas técnicas vigentes, a semáforos con tiempos mal calculados.
Otra causa de que tengamos una red vial tan ineficiente es la tendencia de cada alcalde a inaugurar megaobras para dejar su legado, asumiendo que esa sea su única motivación. Sin embargo, las obras viales de cierta importancia requieren más tiempo de los cuatro años que dura una gestión municipal. Proponer una obra vial implica hacer conteos vehiculares, identificar interferencias, investigar posibles afectaciones a otros proyectos, información sobre siniestros viales, entre otras tareas de recopilación de información. Ese proceso demora entre dos meses y un año, dependiendo del tamaño de la obra. Luego, debe seleccionarse varias alternativas para ser evaluadas, registrando las opciones descartadas y las razones. El Ministerio de Transportes y Comunicaciones exige que tres alternativas pasen este filtro. Las tres alternativas deben evaluarse y compararse en términos de desempeño, potencial para reducir siniestros, costo, aceptación pública, impacto ambiental, entre otros factores. Este proceso puede demorar otro año, ya que modelar tres alternativas y realizar tres análisis de costos es una labor intensiva. Solo después de identificar la solución idónea se pueden elaborar planos conceptuales, lo cual puede demorar otro año. Finalmente, la autoridad supervisora debe revisar y observar o aprobar el proyecto antes de que comience la construcción. Para este punto el alcalde de turno ya estaría de salida. Por ello, los alcaldes optan por improvisar obras omitiendo varios pasos del proceso, lo que resulta en obras de pésima calidad que empeoran el tráfico en lugar de mejorarlo. Por eso, la propuesta y gestión de este tipo de obras viales no deberían estar a cargo de los alcaldes, sino de una entidad autónoma que trascienda al gobierno municipal.
El desafío es grande, pero Lima tiene una ventaja notable sobre otras ciudades: según la última encuesta de Lima Cómo Vamos, solo el 13,5% de limeños utiliza un vehículo motorizado privado (11,5% autos y 2% motos) como principal medio de transporte, mientras que el 73% utiliza alguna forma de transporte público masivo. Entonces, la estrategia para abordar el problema no debería ser construir infraestructuras para vehículos privados, sino adoptar un enfoque que priorice a la mayoría de los usuarios que dependen del transporte público. Esto implica invertir en infraestructura como carriles exclusivos para buses, un sistema integrado que facilite la interconexión de rutas y servicios y brindar más espacio y seguridad a peatones y ciclistas. Esto no significa abandonar la infraestructura vial usada por autos privados, ya que muchos medios de transporte masivo y el transporte de bienes comparten las mismas vías. La estrategia debe incluir la revisión de vías e intersecciones para corregir conflictos derivados de malos diseños e implementar semáforos accionados por el tránsito o adaptativos, que ajusten su programación según la demanda y la hora del día, entre otras medidas comprobadas para agilizar el tránsito de vehículos y personas. Sin embargo, es fundamental que todas estas medidas estén respaldadas por datos y justificadas mediante estudios correspondientes.
En Lima, varios urbanistas, arquitectos, ingenieros y personas de diversos intereses afines hemos venido pregonando esto durante varios años. Inicialmente, teníamos ideas diferentes sobre lo que se debía hacer y cómo lograrlo. Sin embargo, a través del diálogo, hemos alineado nuestras visiones y ahora coincidimos en muchos aspectos. A lo largo de más de una década, hemos intentado persuadir a las gestiones municipales sobre la importancia de adoptar enfoques técnicos y científicos en proyectos viales, con resultados limitados. Sin embargo, nos alienta el que algunos ciudadanos y periodistas parecen comprender el mensaje y confiamos que puedan contribuir a difundirlo para acercarnos más a una Lima que beneficie a todos. Ahora que Lima cumple 489 años de fundación, esperamos avanzar hacia los 500 años más cerca de alcanzar este ideal.